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Hora de revisar la figura del informe presidencial y la rendición de cuentas

TREN PARLAMENTARIO // VICENTE BELLO

Ciudad de México; 19 de agosto de 2019. El pasado miércoles 14, Andrés Manuel López Obrador, presidente de México, informó que el 1 de septiembre próximo rendirá su informe presidencial, en dos tiempos: a las once de la mañana pronunciará un resumen de las actividades de su primer año de gobierno, y, por la tarde, entregará a la Cámara de Diputados -mediante un propio, la secretaria de Gobernación, Olga Sánchez Cordero- el informe por escrito.  

Despejó la duda de si él, en persona, se presentaría en San Lázaro a entregar el encuadernado de marras. Se ceñirá, prácticamente, a lo mandatado el 15 de agosto de 2008 por el Congreso de la Unión -en una reforma promovida por el entonces ocupante de Los Pinos Felipe Calderón Hinojosa y respaldado por el Pri-, respecto de que ya dejaba de ser obligatoria la presencia del titular del Ejecutivo a la hora de la entrega-recepción del informe presidencial. Y sólo tendría que conservarse la obligatoriedad de ser entregado por escrito. Se instauró desde entonces la costumbre de que el encargado de entregarlo fuese el secretario de Gobernación.

Eran los tiempos en que Felipe Calderón temía, sin duda, presentarse ante la oposición en el Congreso. En sus lomos llevaba traslapados los estigmas que ya no se le borrarán nunca, por más que intentó borrárselos: de haberse presentado ante el país como un ladrón y un cínico de siete suelas.

Se le acusaba de haberse robado nada menos que la presidencia de la República con ayuda de aquel otro gran cínico y no menos ladrón Vicente Fox Quezada, entonces presidente de la República.

El 1 de diciembre de 2006, día de la toma de posesión, pudo cumplir con el protocolo constitucional porque el Pri le ayudó y porque conocía un pasadizo en San Lázaro que los opositores olvidaron o soslayaron taponar y pudo ingresar al gran recinto, para su ungimiento.

Calderón no entró por la puerta principal o siguiera por alguna de las laterales, sino a través de una puertecilla que comunicaba desde la sala de prensa al salón de “tras banderas”, que él había conocido -declaró posteriormente en torno burlón- cuando hacía tres años había fungido como coordinador parlamentario del Pan en la Cámara de Diputados, en la 58 Legislatura.

Después de haber sido diputado, Calderón se incorporó al gabinete foxista a partir de 2004 como secretario de Energía, desde donde grilló de tal manera al mismo Fox que le ganó a éste la candidatura presidencial panista -recuérdese que Fox pretendía imponer como candidato a Santiago Creel, secretario de Gobernación-.

Eran los tiempos en que, al interior del Pan, a Calderón se le calificaba como un político carente de escrúpulos, ambicioso hasta las cachas y muy corrupto, por la manera como se estaba desempeñando en la Secretaría de Energía.  

Desde ese despacho presidencial, Felipe Calderón Hinojosa fortaleció vínculos con empresas trasnacionales que, años después, cuando ya no era presidente de la República, terminaron dándole empleo como asesor.  

Felipe Calderón Hinojosa abrió las puertas de la energía de México de par en par, para beneficiar a Iberdrola, la trasnacional española que después lo contrató como su empleado.  

Fue el protagonista de una apertura del sector eléctrico tan ruin del sector eléctrico mexicano rayano en la traición a la Patria.  

Pues fue Calderón un gran beneficiado del cambio constitucional para que el presidente de la República ya no tuviera que ir personalmente a la Cámara de Diputados, para la entrega del informe presidencial anual.

El 1 de septiembre de 2007, Felipe Calderón se apersonó en San Lázaro para la entrega de su primer informe presidencial. Lo hizo bajo el sino de ser un presidente ilegítimo y espurio, no reconocido por los partidos políticos que en 2006 habían disputado la presidencia de la República teniendo como candidato a Andrés Manuel López Obrador, el Prd, Pt y Convergencia.  

Aquel día se le recuerda cínico, pero también con el brillo de la cobardía en los ojos. El Prd permitió que Calderón llegase a San Lázaro solamente al Salón de Protocolo, adonde tendría que entregar en persona su primer informe presidencial.

Finalmente se presentaba también en el gran recinto, adonde sólo pudo permanece cuatro minutos. Los suficientes para dirigirse al Pleno de Congreso General de los 628 legisladores y bajarse y desandar con prontitud hacia una de las salidas laterales por donde el Pan tiene todavía algunas de sus oficinas, en lo que es el basamento.  

Le gritaban re feo los perredistas y petistas. Cuando ocupó el atril de la tribuna principal del gran recinto de San Lázaro, Calderón se encontró con que este madero no tenía el escudo nacional, no tenía los micrófonos -le dieron un inalámbrico-, y tampoco fue cantado ni tocado el Himno Nacional, como tenía que haber sucedido por su calidad de titular del Ejecutivo Federal, y, por tanto, jefe del Estado mexicano.

Se decía entonces que Calderón había salido de San Lázaro como sale un ladrón de una casa que acaba de asaltar.  Y desde entonces es un hombre aborrecido por un sector muy importante de la población mexicana.  

Dos sexenios después, en lo que será el primer informe de gobierno de Andrés Manuel López Obrador, la atmósfera política en los territorios de San Lázaro ya no tiene el mismo sentido asfixiante y hostil para la presidencia de la República.  Acaso sea la hora de revisar la Constitución para que el presidente vuelva, no sólo en primero de septiembre, sino en dos, tres veces al año, para el cumplimiento de la rendición de cuentas.

19/08/2019